lunes, 7 de mayo de 2012

Revista Babar


Cuentos populares de la madre muerte

Escrito por José Antonio Quílez el Jueves, 19 abril, 2012
Cuentos populares de la madre muerte
Edición de Ana Cristina Herreros
Madrid: Siruela, 2011

Todos somos conscientes de que la muerte es consustancial al hecho de vivir y que debiera ser aceptada con naturalidad; pero de la teoría a la práctica hay un largo trecho, como atestiguan los distintos testimonios de todas las civilizaciones que han existido; de entre ellos Ana Cristina Herreros ha recopilado una selección que presenta a la muerte con distintos aspectos: la justa, la amiga, la enamorada, la que nunca llega, incluso la que da la vida… En todos ellos es un ser al que se presenta con rasgos humanizados y que se limita a cumplir su trabajo, señalar el final de la vida de todos los seres; en virtud de una tarea tan ingrata, en los distintos relatos se muestra el deseo de la humanidad por evitarla bien sea engañándola, eliminándola incluso o buscando desesperadamente la inmortalidad como se puede leer en la antiquísima epopeya de Gilgamesh, uno de los primeros testimonios escritos de los que se tiene constancia. En cualquier caso, el resultado es siempre el mismo, no es posible esquivar la muerte por mucho que se intente, de hecho, en los casos en los que es neutralizada queda muy claro que los efectos son perversos porque atentan contra la naturaleza misma, a consecuencia de lo cual se antoja imprescindible que vuelva a actuar, aunque sea a costa de ser fuente constante de congoja y miedo. Pero ante una perspectiva tan poco halagüeña hay un dato que no debemos olvidar, un aspecto que aborda el último relato del libro; se trata de una leyenda titulada El mensaje de la liebre gracias a la cual descubrimos que la muerte no tiene por qué ser el final, que siempre queda abierta una puerta a la esperanza.

miércoles, 2 de mayo de 2012

La juventud a cambio de 35 millones de libros vendidos


Christopher Paolini cierra temporalmente su millonaria tetralogía fantástica de 'Eragon'

Ha vendido 35 millones de libros en todo el mundo, uno de ellos en España

El escritor estadounidense empezó la saga con 15 años y la terminó con 27


Antes ha sido una especie de gnomo con gorro y botas; ahora es un río con un par de meandros que desciende de unas altas y nevadas montañas y que cruza frondosos bosques… Christopher Paolini (Los Ángeles, EEUU, 1983) se entretiene así en las entrevistas, dibujando en una libreta, a pluma o rotulador negro, desde detalladísimos ojos de dragón a signos de su inventado lenguaje élfico. Y en las últimas páginas recopila autógrafos de famosos --nivel Tarantino por ejemplo, uno de los últimos--, que se va encontrando por esos mundos de Dios, los mismos donde ha vendido cerca de 35 millones de ejemplares (uno en España, entre castellano y catalán) de su tetralogía fantástica que, en principio, acaba de cerrar con Legado (Roca). Una serie que arrancó en 2002 con Eragon, con la que consiguió desbancar a Harry Potter en Estados Unidos y -eso dice la leyenda- con un ejemplar de su primera edición superar en una subasta de e-bay una de El hobbit de su modélico J.R.R.Tolkien.
Barbilampiño, gafitas metálicas redondas, enjuto pero atlético, un punto de timidez desconfiada, la enseñanza recibida en casa por su madre (maestra devota del método Montessori que nunca le llevó a escuela) ha dado un joven detallista y educado pero parco en palabras, gestos y, se intuye, en sentimientos, peajes quizá de una maduración antes de tiempo.

Microrelato


1º El gato peludo
Era un gato de color azul muy silencioso que no se les escuchaba y solo tenía 3 meses de vida y apareció en una familia que era muy amable, el gato siempre estaba atendido y fue creciendo poco a poco y la familia se encariño mucho sin imaginarse que algún día podía morir ya que cuando iban al veterinario siempre les decían que ese gato iba a durar mucho que no le pasaba nada y un día por la noche el gato empezó a hacer mucho ruido y se le caía la baba entonces la familia le llevo al veterinario y allí les dijeron que le había dado un iptus y que iba a sufrir mucho asique decidieron que estaría mejor sedado y que muriese sin dolor y así fue murió sin sufrir y la familia se sintió aliviada al pensar que no sufriría nunca más.

2º El príncipe rana.
Erase una vez una princesa de un color verde esperanza, brillante como el sol que, jugando en el jardín, dejo caer al pozo gris y profundo su pelota de oro pequeña. De repente, salió del agua una horrible rana verde y sucia que dijo:
-        -  No llores, princesa. Si prometes sentarme en tu gran mesa rectangular, darme de comer en tu plato grande de oro y acostarme en tu cama de matrimonio junto a ti, te devolveré tu bonito juguete.
La princesa lo prometió y al instante la rana verde y sucia salió del pozo con la pelota de oro chiquitita en la boca. La princesa le arranco la pelota y se puso a saltar más deprisa que cualquier animal hacia su casa, olvidando su promesa.
Cuando llego a casa, la princesa recordó que había hecho una promesa, y volvió al pozo en busca de la horrible rana. La llamo y la rana salió muy cabreada y decepcionada y le dijo a la princesa:
-       -   Te has olvidado de tu promesa y me has abandonado.
La princesa contesto:
-         -  Sí, pero llegue a casa y me acorde, he vuelto a buscarte y aquí estoy cumpliendo mi promesa. Ven sígueme te llevare a mi casa.
Y juntos se fueron  saltando a la casa de la princesa. Cuando llegaron, la princesa le dio de todo de lo que le había prometido y la horrible rana poco a poco se fue convirtiendo en un príncipe verde como la hierba, y la princesa al ver el cambio se enamoro de él y vivieron felices.

3º El fantasma de doble personalidad.
Era un fantasma azul eléctrico de tamaño mediano llamado Conec, eras muy travieso algunas veces o más malo que el diablo y otras era como un angelito, te podías esperar cualquier cosa de Conec, no tenía amigos pero todos los fantasmas querían ser su amigo pero cuando lo intentaban Conec…


“Una niña muy especial”

Había una vez una niña llamada Ana. Ella era una chica muy especial, pues desde muy pequeñita veía espíritus. Todo comenzó una noche de verano, cuando se iba a dormir. Entró en su habitación y vió junto a su cama a su abuela ya fallecida. Desde ese momento Ana supo que tenía un poder especial. Cuando Ana cumplió 18 años decidió que el poder que tenia para ver y entablar conversaciones con espíritus lo iba a utilizar en provecho de la humanidad. El espíritu de su abuela le enseño a cómo ayudar a los espíritus ya que si no habían cruzado a la luz no estarían en paz. Entonces Ana poco a poco fue ayudando a los espíritus ligados a la tierra para ir aprendiendo, como hacía antes su abuela. La abuela de Ana se dio cuenta un día que su nieta ya sabía todo lo que tenía que saber, entonces la abuela se despidió de Ana y le dijo que siguiera así, que intentase que todos los espíritus pasaran a la luz y no se fueran a las sombras porque serian malos, poco a poco Ana ayudo a todos los espíritus a pasar a la luz, pero de repente un dia un asesino se murió y Ana le tenía que ayudar a pasar a la luz pero el asesino ya fantasma iba a por Ana y sin saberlo ella murió y se fue a la luz con su abuelita.

lunes, 16 de abril de 2012

Descripción

CHICLANA
Hacía un calor horrible, la arena de la playa quemaba, el cielo cubierto de nubes de color ceniza hacia que el paisaje resultara más fantástica aun. El agua cristalina estaba fría y según iba atardeciendo la marea subía y el cielo iba cambiando de color para hacer un paisaje más bonito aun. Pasaban barcos como si fuera un cuadro pintado, en ese momento era como si estuviera sola, pero no era así había más gente a mi alrededor pero no la oía ya que estaba fascinada por este lugar tan fantástico.


DESCRIPCIÓN MÍA.
Soy una persona trabajadora como una hormiga, dormilona como una marmota, pero siempre tengo alegría para todas la personas.
Soy de estatura media pero fuerte física y mentalmente, soy simpática como los perro aunque muy cabezota, no me gusta dominar pero tampoco que me dominen, soy tolerante y muy amiga de mis amigos, pero no perdona la deslealtad porque yo soy muy leal, tengo mucho genio pero muchas veces lo oculto al ser tan dinámica. Soy luchadora ara obtener mis objetivos, soy ordenada y limpia y eso me ayuda con mis estudios.


DESCRIPCIÓN DE UN COMPAÑERO.
Ella es de estatura media, ni baja ni alta. Es guapa y muy lista vamos una cerebrito aunque no lo aparente, es muy divertida y cariñosa, le encanta escuchar los problemas de los demás y siempre está dispuesta a ayudar, la verdad que tiene un corazón muy grande para ser tan delgada. Es extrovertida y trabajadora, la conocí el año pasado y es como si la conocieses de toda la vida porque es muy cercana. Es muy dinámica, nunca para quieta, porque si no se aburre. Es muy simpática y siempre tiene una sonrisa para todo el mundo aunque no la conozca.

domingo, 15 de abril de 2012

Fábulas de Leonardo da Vinci

Hoy fui a haber una exposición de Leonardo da Vinci y me compre el libro de su fábula así que aquí os dejo una.
                  EL PAPEL Y LA TINTA
El papel, al verse todo manchado por la negra tinta, se duele; la tinta le muestra que las palabras que sobre él se compone son la razón de que perdure a lo largo del tiempo.







martes, 3 de abril de 2012

Memorias de mi mamá monstruo

Al principio de la vida de la escritora Jeanette Winterson (Manchester, 1959) había un gran signo de interrogación. Se zafó de él durante décadas. Tenía otras urgencias: sobrevivir a una infancia de maltrato, a la calle a partir de los 16 años, al exclusivismo de Oxford, al éxito precoz. Sobrevivir era lo acuciante. Un día, cuando ya no urgía lo extraordinario —era una escritora prestigiosa y de reconocido talento, tenía amigos y dinero y, bueno, sí, un amor que se iba—, la incógnita del principio exhibió las fauces. La aguerrida Winterson, que se había crecido a cada adversidad, se derrumbó ante el fantasma del pasado como un azucarillo humedecido. “Hay cosas en nuestras vidas que no podemos o queremos afrontar. Si triunfas puedes evitar algunos problemas… estás demasiado ocupada, no tienes tiempo. Pero si algo es demasiado grande empujará y presionará hasta irrumpir. El detonante puede ser externo —en mi caso fue la pérdida de una relación y el descubrimiento de los papeles de mi adopción— pero aunque esté fuera, el trauma es interno y saltará y lo infectará todo”, cuenta en una entrevista por correo electrónico.
Todo lo ocurrido, incluido su ascenso a la gloria y el descenso a los infiernos, se envuelve en su libro de memorias, ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? (Lumen), con el celofán del humor, que disfraza su vida dickensiana de digerible aventura literaria. Winterson ha escrito su autobiografía como la más subyugante de sus novelas (y son muchas: La pasiónEscrito en el cuerpoLa niña del faro...). “Los niños adoptados nos autoinventamos porque no tenemos otra salida”, reflexiona en el libro.
Jeanette Winterson fue adoptada a las seis semanas de nacer por un matrimonio de evangélicos pentecostales, integristas y pobres. Su padre era una figura cortocircuitada por su esposa, la señora Winterson, una extravagante depresiva obsesionada con el Apocalipsis, que guardaba un revólver en un cajón de trapos, cocinaba tartas cada noche para eludir el sexo conyugal y tenía dos dentaduras —una mate y otra perlada— que intercambiaba según las ocasiones. Los libros, excepto la Biblia, estaban prohibidos. “El problema con un libro es que nunca sabes qué contiene hasta que es demasiado tarde”, advertía a su hija.
Su madre despotricaba ante conocidos: “Esta niña es una ofensa para el cielo, para los muertos, para la naturaleza”. Repetía a todas horas que se había equivocado de cuna al elegir bebé. La pequeña se convirtió en un ser raro y solitario. “Nunca creí que mis padres me quisieran. Yo intenté quererlos pero no funcionó”, concluye en sus memorias. Le pegaban, la obligaban a dormir a la intemperie —jamás tuvo llaves de su casa— y la adoctrinaban en su fundamentalismo pentecostal. “Mi madre, la señora Winterson, no amaba la vida. No creía que nada pudiera hacerla mejor. Una vez me dijo que el universo es un cubo de basura cósmica, y después de pensármelo un poco, le pregunté si el cubo tenía la tapa puesta o no.
La señora W tenía un revólver en un cajón de trapos y hacía tartas cada noche para eludir el sexo conyugal
—Puesta-dijo-. Nadie se escapa”.
Los libros, excepto la Biblia, estaban prohibidos. "Nunca sabes que contiene hasta que es tarde".
Hizo que Jeanette almacenase rencor —“podría llenar con él una casa”— y furia contra todo. Pero suscitó algo bueno: la prohibición azuzó una rebeldía productiva en su hija. En la biblioteca pública de Accrington se leyó los tomos de literatura inglesa de la A a la Z, que la arrancaron de su mundo ruin y le dibujaron un horizonte infinito. Eso explica lo que ocurrió a partir de los 16 años, cuando la señora Winterson la echó de casa por su lesbianismo (“Has vuelto con el Demonio”, le dice; era su segunda relación con una chica) y protagoniza un memorable diálogo:
                                                        “—Jeanette, ¿puedes decirme por qué?
                                                        —Por qué, ¿qué?
                                                         —Sabes muy bien el qué.
                                                           —Cuando estoy con ella soy feliz. Feliz, sin más.
Asintió. Parecía que comprendía y pensé, de verdad, por un instante, que iba a cambiar de opinión, que hablaríamos, que estaríamos al mismo lado del muro de cristal. Esperé. Al final soltó:
—¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?”.
La señora W, como la llama su hija, merecería ingresar en el olimpo de los arquetipos literarios si no tuviera un pequeño defecto: existió. A pesar de ella (¿o fue gracias a ella?), Jeanette salió adelante. Tras su expulsión del hogar, durmió y vivió en un viejo Mini hasta que una profesora la acogió en su casa y le ayudó a preparar el examen de ingreso para estudiar filología inglesa en Oxford. A partir de ahí cambió su vida. Escribió su primera obra a los 23 años, Oranges is not the only fruit (traducida aquí como Fruta prohibida), y se consagró. La novela ganó el Whitbread y fue adaptada por la BBC. Era netamente autobiográfica. Comenzó entonces una fructífera carrera literaria (en español Lumen ha publicado la Biblioteca Jeanette Winterson).
A los 16 años la echaron de casa por una relación lésbica. Durmió en un Mini hasta que la alojó una profesora
La autora se graduó en Oxford y triunfó con su primera novela, escrita con 23 años y llevada al cine
Podríamos habernos quedado en el final feliz, pero la autora ha preferido no engañar. Tras la muerte de su padre —la señora W había fallecido en 1990—, encontró los documentos sobre su adopción. También por entonces se quebró su relación de pareja. En la sima de su catarsis, trató de quitarse la vida. “Los españoles entienden la parte oscura de nuestra naturaleza mejor que los anglosajones. Suicidarte no es lo peor que puedes hacer, vivir muerto es mucho peor”, explica.
Logró finalmente un nombre y un teléfono, donde encontraría la respuesta al interrogante que dominaba el principio de su vida. “La señora Winterson había mentido; mi madre no estaba muerta. Pero eso significaba que tenía una madre. Y toda mi identidad se había construido en base al hecho de ser huérfana, e hija única”.
Ann, su madre biológica, la cuidó durante seis semanas en un albergue antes de darla en adopción porque tenía 17 años y todo el miedo del universo. Se conocieron —se encontró de pronto con un hermano y tías bulliciosas—, se cayeron bien. Jeanette reconoció en su madre rasgos propios como la autosuficiencia: “Soy de esas personas que prefiere caminar a esperar el autobús”.
En las últimas páginas de la autobiografía, Winterson narra un desenlace sorprendente. Necesitaba una respuesta, no una madre. “Es difícil”, confiesa, “mantener una relación con alguien con quien no tienes mucho en común y apenas conoces. No creo que nos hagamos íntimas pero hemos asentado algo importante para ambas. La biología es solo una parte pequeña de la historia. Ahora está de moda la ciencia que todo lo hace genético, pero cómo vivimos te forma tanto como quién eres o cuándo naces. La vida no es algo fijado”. En un encuento con Ann, se sorprende detestando que su madre biológica critique a la señora Winterson. “Era un monstruo, pero era mi monstruo”. Y reconoce: “Estoy en paz con ella desde este libro”.

viernes, 16 de marzo de 2012

Mafalda, vida de esta chica. 50 años

Los libros todavía están ahí, cuarenta y seis años después, en un compartimento de la mesa de luz de mi madre, junto a unas chinelas que ella ya no volverá a usar. No es un espectáculo para sensibles: están rotos, las tapas entreveradas con las páginas, las páginas mezcladas entre sí. El más viejo es de 1966, un año antes de que yo naciera. El último es de 1973, el año en que empecé a leer de corrido. Fue por esos libros apaisados, de tapas de colores, publicados por la editorial argentina Ediciones de la Flor, que conocí a Mafalda, la historieta que había dibujado Quino desde 1962 y a lo largo de una década. Los descubrí a mis siete, hurgando, como siempre hurgaba —con una avidez de comadreja— por todos los rincones de la casa y, aunque mis padres me permitieron leerlos, me advirtieron que no los iba a entender porque no eran libros para chicos. Entonces no me pareció, pero años después entendí que era verdad: que esos no eran libros para chicos.
Quino la dibujó por primera vez el 15 de marzo de 1962 y, aunque la versión nunca vio la luz —estaba destinada a ser publicidad subliminal de una marca de electrodomésticos— esa es la fecha del origen del mito. Cincuenta años después, el culto de Mafalda ha dado la vuelta al mundo. En el invierno de 1999, durante una entrevista en su casa de Buenos Aires, Quino me decía que nunca había imaginado tamaña vigencia y que a veces, cuando la gente se acercaba a saludarlo, podía sentir en ellos una suerte de tensión, de acusación velada: “La Mafalda es un dibujo, no es una persona de carne y hueso. Pero a veces me tratan como si hace veintiseis años hubiera matado a un grupo de nueve personas, los nueve personajes de la tira. A veces me tratan como si fuera un asesino”.
Quino no decía “Mafalda”. Decía “la Mafalda”. No como quien dice “el Quijote” sino como quien habla de una construcción.
Llegué a Mafalda en 1973, el año exacto en que Quino dejó de dibujarla, de modo que lo primero que supe fue que todo lo que iba a tener de ella era limitado: diez libros. Pero, a mis siete, eso parecía inagotable, y lo era: recorrí, en los años que siguieron —mientras Perón moría en 1974, mientras empezaba la dictadura militar en 1976, mientras mi hermano heredaba mi triciclo y se rompía un diente, mientras yo aprendía a patinar con patines de rueditas, mientras toda mi familia seguía sin conocer el mar—, una y otra vez ese universo hasta aprenderlo de memoria. Pero sí podía reconocer en mi padre las angustias del padre de Mafalda; y en mí misma la depresión dominguera de Felipe; y en mi hermano menor la inocencia rampante del Guille, la madre era otra cosa.
“Me pregunto si cuando mi mamá era chica quería ser lo que es ahora”, se preguntaba Mafalda en una de las tiras. Después, decidida a salir de dudas, se asomaba al dormitorio donde su madre, rodeada de trapos y productos de limpieza, con el malhumor pintado en el rostro, limpiaba la mugre familiar. “¿Qué querés?” gruñía la mujer. Y Mafalda, con gesto resignado, decía “Nada, iba a comentarte de un chico al que casi le pasa no sé qué con el dedo y un ventilador, pero no importa”. En otra de las tiras, la madre limpiaba una biblioteca y se topaba con sus viejas partituras de piano: “Mis trece años. La profesora Giambartoli. Pobre. Ella creía que yo llegaría a ser una gran pianista”. Seguía limpiando hasta que, de pronto, se detenía y, con un gesto amargo, pensaba: “¿Pobre ella?”.
Entender que una madre podía dudar de sus elecciones —y quizás, incluso, arrepentirse—, fue un descubrimiento aterrador. A veces, mientras mi madre zurcía medias o fregaba los pisos o lavaba los platos, yo le preguntaba: “Mamá, ¿y vos qué querías ser?”. Y ella, elevando los ojos al techo, repetía: “Ay, dios mío, esta nena, esta nena”.
Digámoslo así: mi personaje favorito era Libertad —y toda su misteriosa familia— pero a mi madre Libertad —y toda su misteriosa familia— le parecía una tarada.
No eran, definitivamente, libros para chicos.
Mafalda vivía en un departamento, un quinto piso de la calle Chile 371, en el barrio de San Telmo, en Buenos Aires. Yo vivía en una enorme casa con un enorme patio con un enorme olivo, y rosas, y naranjos, limoneros, en la ciudad de Junín, a 250 kilómetros de la capital argentina. Mafalda iba al colegio caminando y a mí me llevaba mi padre, después de servirme el desayuno en la cama. Mafalda se movía por una ciudad con rascacielos,smog, escaleras mecánicas, buses, atascos, ruidos. Yo vivía en una ciudad limpia y silenciosa, donde el edificio más alto tenía nueve pisos y la posibilidad de un atasco era ciencia ficción. Así que, desde mi realidad de provincias, la de Mafalda era una vida mundana, sofisticada, de independencia insolente y radical. Yo imaginaba que, cuando fuera adulta, me mudaría a Buenos Aires e iría a mi trabajo en esos buses, me sentaría a leer en esas plazas, compraría mi comida en esos almacenes y la comería en uno de esos departamentos, todas cosas que, sumadas a la posibilidad de respirar smog —¡smog!—, me parecían el summum de la modernidad.
Pero, cuando viajé a Buenos Aires por primera vez, a mis 9 años, descubrí que, liberada de la línea fina con que la dibujaba Quino, la ciudad era otra cosa. No estaban allí las calles por las que Mafalda andaba con sus zapatos en forma de plancha, ni los parques de césped prolijo en los que Miguelito se ensoñaba panza arriba, ni los departamentos luminosos y enormes (el de Mafalda era infinito) con ambientes para cocinar, dormir, desayunar, cultivar plantas, mirar televisión. Las calles estaban rotas, los parques eran desprolijos, los departamentos ínfimos, el smog invisible. No es que fuera una ciudad fea: era peor: era una ciudad desconocida. Y, aunque vivo aquí desde hace años, Buenos Aires nunca ha dejado de ser una ciudad que todavía busco. Siempre le estoy corrigiendo aquel antiguo error de paralaje.
FERNANDO VICENTE
Un día, cuando era muy chica, me pregunté cuantos años podría tener Mafalda. Y me di cuenta de dos cosas: una, que yo siempre había sido más vieja que ella, congelada como estaba en sus 6, sus 7 años. Otra, que ella no tenía edad posible: humana. Que no era adolescente ni adulta ni joven ni vieja ni, mucho menos, niña. Y, de pronto, la idea de que tuviera padres se me reveló monstruosa. Desde entonces, Mafalda me ha parecido una hija en concesión.
Imagino, también, que en aquellos años Mafalda debió ser un caballo de Troya muy incómodo. La historieta estaba plagada de alusiones políticas que siguieron vigentes durante mucho tiempo y, aunque la mitad de esas alusiones sobrepasaban la comprensión de alguien que, como yo, había llegado a ellas a los siete años, un niño es una perfecta máquina de curiosidad y eso hizo que mis padres, como muchos otros, tuvieran que responder preguntas, irradiadas directamente de esas páginas, en años en los que aún preguntas más inocentes hubieran resultado radioactivas: ¿quién es Fidel Castro, qué son los derechos humanos, qué es la autodeterminación de los pueblos, qué es Cuba, qué es un sindicato, qué es la UN? A veces pienso que sería maravilloso tener un registro de todas aquellas respuestas de todos aquellos padres a todas aquella preguntas de todos aquellos hijos que, en la Argentina, empezamos a crecer entre el último gobierno de Perón y la dictadura militar de 1976; entre los colegios que no nos permitían llevar el pelo suelto y los libros prohibidos enterrados en el patio de nuestras casas; entre la euforia del mundial ´78 y los amigos de nuestros padres cuyos nombres había que decir en voz baja. A veces pienso que sería maravilloso tener un registro de todas esas respuestas porque nos ayudarían a saber quiénes eran, y quiénes éramos, y qué cosas hacían de nosotros.